Días atrás acudí al 8ª Fórum Concursal del Colegio de Titulados Mercantiles y Empresariales de Barcelona, en la que se abordaba la última reforma de la ley concursal, de 2011. Allí escuché un discurso, en boca de un buen puñado de jueces mercantiles de Barcelona, que ya había oído con anterioridad. Hablaban de una reforma, de la ley, y ya van unas cuantas, muy loable porque quiere reducir y agilizar la tramitación de los concursos de acreedores e incluye un nuevo procedimiento abreviado. Pero en la práctica es de difícil cumplimiento. Y lo es porque los juzgados están saturados; sólo en los juzgados barceloneses hay en curso unos 400 concursos, además de otros muchos asuntos mercantiles, y la actual falta de recursos derivada de la crisis se suma a las habituales carencias de la administración de justicia. En definitiva: un colapso que impide cumplir los plazos que impone la ley. Y los fines de la ley, dar continuidad a las empresas, topan con la realidad de que la mayoría de concursos acaban en liquidación, en muchos casos porque la empresa acude demasiado tarde al concurso y apenas quedan muebles por salvar. Mientras tanto, persisten lagunas de interpretación de muchos aspectos de la ley, surgen diferencias de criterio en su aplicación entre juzgados y entre ciudades... en fin, cambia la letra de la ley, persisten los problemas. Y en medio de este descorazonador panorama, procesos ejemplares (con pugna Barcelona-Madrid incluida) como el que ha permitido dar continuidad a Cacaolat.
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